Luis Gastélum Leyva

Luis Buñuel se levantaría de su tumba todos los 29 de julio de cada diez años. Así lo dejó escrito en su testamento autobiográfico: Mi último suspiro (Plaza & Janés, 1982): iría a comprar los diarios, se enteraría de los infortunios que aquejan a la humanidad y regresaría a su última morada para continuar con su sueño profundo y placentero que da la tranquilidad de saberse muerto.
Ese parecía ser el anatema del genio surrealista contra el mundo, que dejó un día como hoy de hace cuarenta años, el mismo mundo que en el año 2000 le recordó y le rindió homenaje por el centenario de su nacimiento. Ese era el postrer deseo de uno de los más grandes cineastas y así lo dejó escrito en su libro de memorias y que la editorial Taurus reeditó aquellos recuerdos compartidos con su guionista y amigo Jean Claude Carriére (“Yo no soy hombre de letras. Tras largas conversaciones con él, fiel a cuanto yo le conté, me ayudó a escribir este libro”).
“Me gustaría levantarme de entre los muertos cada 10 años –cuenta Buñuel en su autobiografía–, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.
Parecería que Buñuel se hubiera propuesto poner trampas a quienes han tratado de analizar su pensamiento y su obra. “Detesto hacer filmes de arte metiendo en ellos referencias pictóricas. Hay críticos que si ven en una de mis películas un enano o un mendigo, se ponen a mencionar a Velázquez o a Goya. Lo mismo podrían decir que soy un cineasta cubista si ven en un filme mío una casa cuadrada. Todo esto es risible”, decía el director de Ese oscuro objeto del deseo. Le tomaba el pelo a la crítica, como sucedió con Belle de Jour, en la que un asiático entra a un burdel con una cajita, la abre, sin que el espectador pueda ver lo que hay adentro, y las prostitutas al observar el interior de la misma gritan horrorizadas. ¿Qué había en la cajita?, le preguntaban a Buñuel, y siempre respondía: “Lo que ustedes quieran”.
Algunos analistas lo tildaron de “inanalizable” y a él le causaba gracia. Así sucedió con El perro andaluz (1929), considerada la única obra ciento por ciento surrealista. La película nació de la unión de un sueño suyo con otro de su amigo Salvador Dalí y la prensa lanzó toda clase de interpretaciones al alegar la simbología que exponía. En torno al filme se tejieron varias anécdotas. Según Carlos Saura, Chaplin acostumbraba a asustar a su pequeña hija, Geraldine, mostrándole la cinta. García Lorca se sintió ofendido porque creía que él era el perro. Lo cierto es que desde ese instante la amistad entre Dalí y Buñuel nunca volvió a ser la misma tras compartir varios años de confesiones en la famosa Residencia Estudiantil de Madrid, durante la segunda década del turbulento Siglo XX, donde se conocieron con Lorca.
A Buñuel le gustaba jugar con la idea de que la casualidad fue la que le trajo a México en 1946. Exiliado en Estados Unidos desde el triunfo del franquismo en España, el realizador de La edad de oro (1930) estaba a punto de adquirir la ciudadanía norteamericana cuando se vio sin trabajo en un país que empezaba a olvidarse de la necesidad de producir cintas de propaganda en varios idiomas. Sin dinero ni proyectos, Buñuel acudió en Los Angeles a una cena en casa del cineasta René Clair, en la que se encontró con Denise Tual, viuda de Pierre Batcheff, el intérprete de Un perro andaluz. Tual tenía el proyecto de producir en Francia una versión fílmica de La casa de Bernarda Alba, de García Lorca, y le propuso a Buñuel que la dirigiera. Aunque reticente en un principio, el cineasta terminó aceptando el proyecto y comenzó a preparar su retorno detrás de la cámara.
Como la productora tenía que regresar a París pasando por México, Buñuel la acompañó sin imaginarse que ese primer viaje suyo a un país latinoamericano cambiaría su vida para siempre. Tras cancelarse el proyecto de filmación, el cineasta se encontró en un país extraño que lo recibió con los brazos abiertos. En una reunión, Buñuel conoció al escritor Fernando Benítez, entonces asistente de Héctor Pérez Martínez, Secretario de Gobernación del régimen del presidente veracruzano Miguel Alemán. Conocedor de su obra, Benítez invitó a Buñuel a quedarse en México y le concertó una cita con e1 ministro, quien le reiteró la invitación. De esta manera, en unos cuantos días, Buñuel se encontraba a punto de dirigir la primera de las 21 cintas que filmaría en este país.
Buñuel perteneció a la vanguardia artística del siglo pasado y desarrolló un nuevo lenguaje en el cine que influyó a generaciones de cineastas. “Clasificar a Buñuel es imposible. Su grandeza radica en su peculiar forma de ver las cosas”, afirmó hace unos años Rainer Rother, director de la sección Retrospectiva de la Berlinale, cuando la prestigiada muestra alemana de cine mundial le rindió tributo con una proyección de sus películas y conferencias sobre su obra. “Inventó el surrealismo fílmico –dijo Rother entonces–, causó escándalo con obras de crítica social y alcanzó la fama con sus sarcásticos retratos de la burguesía europea”.

Todo comenzó con Un perro andaluz, filme financiado con dinero de la madre de Buñuel. El cortometraje no tardaría en convertirse en el manifiesto cinematográfico del grupo surrealista, al que gracias a Ramón Gómez de la Serna, Juan Larrea y el propio Dalí pasaría a pertenecer el cineasta español nacido en Calanda en 1900. Vino después La edad de oro, que desató una ola de consternación, durante la que Buñuel y su película fueron calificados de anticlericales. Incluso el Estado francés llegó a prohibir su exhibición.
A lo largo de toda su carrera, Buñuel confrontaría permanentemente la censura estatal y eclesiástica, especialmente con su producción hispano mexicana Viridiana (Palma de Oro del Festival de Cannes en 1961), tildada de blasfema e inmediatamente prohibida en la España de Franco. Las protestas y los filmes rodearían a Buñuel con esa aureola de obra prohibida que le acompañaría hasta el fin de la dictadura franquista. Las historias de los escándalos mostrarían hasta qué grado son influidas las valoraciones religiosas, política o culturales por las circunstancias de la época.
Pero es su secreta religiosidad la que esencia la obra de Buñuel (léase Nazarín): su famosa frase “Gracias a Dios soy ateo” es no sólo una divertida boutade, sino un disfraz necesario para un creador, como Buñuel, que encarnó como nadie la turbadora frase que Blaise Pascal pone en boca de Cristo: “Si no me hubieras encontrado, no me buscarías”, tal como lo citaba su amigo Carlos Fuentes en su libro En esto creo, y en el que declara su íntima y siempre enriquecedora amistad con uno de los intelectuales más serios e inclasificables del Siglo XX: “Hombre cálido, amigo incomparable, dueño de un humor único, recuerdo con intenso cariño y como uno de los privilegios de mi vida, las horas pasadas al lado de Buñuel, en México, en París, en Venecia, descubriendo esa forma esencial de la amistad que es saber estar juntos sin decir palabra, pensando y asimilando lo dicho antes de volver a decir, y todo ello con el vaso de un buñueloni en la mano: mitad de ginebra inglesa, un cuarto de Cárpano y un cuarto de Martini dulce” (competía con el poeta colombiano Álvaro Mutis por ver quién era el mejor martinista).
El período mexicano fue el más fructífero de la obra de Buñuel. En El (1952), Ensayo de un crimen (1955) y en El Ángel Exterminador (1962) adquiriría su peculiar estilo cinematográfico. Sin embargo, es Los olvidados, película controvertida sobre los niños mexicanos de la calle y declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, la más representativa de su obra y la que marcó el regreso de Buñuel a Cannes en 1951, donde recibió la Palma de Oro como Mejor Director: “Yo –decía Buñuel– no tenía más que una tristeza, una vergüenza: el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título: Piedad para ellos. Ridículos”.
Realidad, sueño y fantasía están muy unidos en sus películas, junto con las burlas que tanto caracterizaron el lenguaje buñueliano (perteneciente o relativo a Buñuel, que tiene rasgos característicos de su obra, según la Real Academia de la Lengua).
Pero Buñuel dejó un legado más valioso: sus imágenes, las cuales nunca se podrán ir de nuestra pantalla interior. Esas imágenes, inolvidables al tiempo que efímeras, poseen la naturaleza que don Luis, como le decían, le atribuía a la libertad: “No eres libre como imaginas. Tu libertad no es más que un fantasma que va por el mundo con un manto de niebla. Cuando tratas de asirla se te escapa sin dejarte más que un rastro de humedad en los dedos”.
Humedad que seguramente escurrirá de la yema de sus dedos cuando un día como hoy, Luis Buñuel se levante de su tumba, vaya a comprar los diarios, se entere de los infortunios que aquejan a la humanidad y continúe, mejor, con el sueño profundo y placentero que da la tranquilidad de saberse difunto y no vivo entre los muertos.

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