El sentimiento de felicidad
producido por la complacencia
de un deseo salvaje e indómito
es incomparablemente más intenso
que la satisfacción de un deseo refrenado.
Sigmund Freud, La civilización y sus descontentos.
Y
o soy mis historias, dijo Kafka. Todo para algunos se hace en nombre de la Historia, “sin que ésta, con sus mil acepciones, se entere”, escribió Froylán Flores Cancela en su columna Las cosas del semanario xalapeño Punto y Aparte. De ahí que haya el mejor poeta de la Historia, el mejor modisto de la Historia, el mejor reportero de la Historia, el mejor discurso de la Historia, etc. Con la Historia sin embargo poco y bueno; no se juega con ella so pena de resbalar a la frase o al ridículo. Alejandro el más grande conquistador de la Historia. Hitler el más grande genocida de la Historia, el de Las Torres Gemelas de Nueva York el peor ataque terrorista de la Historia, Pelé el mejor futobolista de la Historia. “Y dale más, que no hay muro de contención ni de recato”, señala en su texto Froylán, y se pregunta: pero, ¿qué es Historia?, y él mismo se responde: “Mil definiciones la escoltan. Para los espíritus perezosos cualquier cosa que beneficia su sentido de participación o pertenencia es Historia: lo mismo el conjunto de hechos sucedidos que la larga lista de nombres de personajes juzgados como héroes, traidores o arribistas en revueltas y revoluciones que para el caso es lo mismo. Tentar la Historia no es tentar el agua tibia en el análisis serio de las cosas. La política da lugar sin embargo para que haya políticos o simples aprendices de ella que creen estar haciendo Historia cuando apenas, con dificultades e insuficiencias, cumplen con el desempeño del cargo para los que fueron elegidos, designados o compensados. La Historia, habrá que insistir, posee lugar aparte y casi siempre lejano de apreciaciones carentes del conocimiento humanístico y por tanto sólido de la existencia de valores y principios que rigen la vida limpia, ordenada y germinal del presente cuando éste, con el pasado a cuestas, se torna simultáneamente parte de lo promisorio. El futuro mismo”. Un poco más en el plano pesimista –un optimista bien informado, según definición de Savater–, la historia no es otra cosa, como coinciden Italo Calvino y James Joyce, que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible, una pesadilla de la cual estamos intentando despertarnos. En una de sus columnas Piedra de toque publicada en La Nación, Mario Vargas Llosa arremetió contra el Parlamento Europeo por declarar delito penalizado la negación del Holocausto. En su artículo, titulado Prohibido mentir, el autor de El hablador observa en la decisión de la abrumadora mayoría de los diputados europeos un riesgo para la libertad intelectual, para la cultura y para la libertad política reconocer a los gobiernos o parlamentos la facultad de determinar la verdad histórica, castigando como delincuentes a quienes se atrevan a impugnarla: “Por más que tengan un limpio origen democrático, como es el caso del Parlamento Europeo, quienes detentan el poder político no están en condiciones de decidir con la objetividad, el rigor científico y el desapasionamiento moral que exige un quehacer intelectual responsable, la naturaleza y el significado de los hechos que conforman la historia… Este acuerdo de los parlamentarios europeos responde a intentos, esporádicos pero ruidosos, de historiadores de extrema derecha que, en los últimos años, tanto en la propia Alemania como en Francia e Inglaterra, han pretendido negar o minimizar aquel genocidio y a los brotes de antisemitismo que, con alarmante frecuencia, aparecen de un tiempo a esta parte en el seno de la Unión Europea… Democrático o autoritario, el poder funciona siempre dentro de unas coordenadas en las que razones de actualidad, patriotismo, oportunidad, ideología o fe ofuscan a menudo el juicio y pueden desnaturalizar la verdad. Las verdades oficiales son rasgo característico de las sociedades autoritarias, desde luego, pero no deberían serlo de las democracias. El patriotismo, por ejemplo, es riesgoso en términos científicos, porque, como dijo Borges, dentro de él sólo se toleran afirmaciones… En manos de los políticos, la historia deja de ser una disciplina académica, una ciencia, y se convierte en un instrumento de lucha política, para ganar puntos contra el adversario o promover la propia imagen. Es comprensible que quienes viven acosados y esclavizados por la urgente actualidad y las servidumbres del poder carezcan de la mínima disposición de espíritu y de la serenidad intelectual necesaria para llegar a juicios aceptables sobre asuntos precisos del acontecer histórico”.
Por eso, la mejor postura es la que proponía Albert Camus: “Uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen”.
Descubre más desde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

