Luis Gastélum Leyva

“Soy mucho mejor que cuando me vieron peleando con 22 años contra Sonny Liston. Ahora tengo experiencia profesional, me han roto la mandíbula, he perdido, varias veces por KO. ¡Soy malo! He hecho cosas nuevas para preparar esta pelea: me he peleado con un cocodrilo, le he zurrado a una ballena, he esposado a un rayo y he mandado a la cárcel a un trueno. ¡Soy malo! ¡La semana pasada asesiné a una roca, herí a una piedra y mandé al hospital a un ladrillo! Soy tan malo que pongo enferma a la medicina. ¡Y soy rápido! Anoche pulsé el interruptor de la luz de mi dormitorio y estaba en la cama antes de que se pusiera oscuro!”. Muhammed Alí no dejó lugar a dudas al arribar a Africa sobre lo que pensaba que iba a ocurrir en Kinshasa hace medio siglo. El rugido de la selva. Fue el título nobiliario con el que se bautizó el combate entre los dos más grandes pesos pesados. Y así se le recuerda todavía. “Aunque sé que ahora tengo un retumbar más silencioso, aún recuerdo la gran pasión por lo que la expectativa y entorno significó para el mundo aquella pelea”. Retórico, el más grande boxeador de todos los tiempos –“libra por libra”, dirían los clásicos–, recordó hace una década aquel bramido de la noche de un miércoles como hoy 30 de octubre de 1974, en Kinshasa –capital de Zaire, hoy República del Congo— cuando en ocho asaltos derrotó a su compatriota George Foreman. Se peleaba la corona mundial de los pesos completos. Cassius Clay se llamó antes. Convertido al islamismo se cambió el nombre por Muhammad Ali. Sólo pronunciarlo, todavía, lleva a la imagen de las mejores peleas en la historia del boxeo. Tenía 32 años cuando la también llamada ‘pelea del siglo’. En los últimos años de su vida –murió en junio de 2016– el genio de los encordados, ya muy disminuido de salud, lidiaba con la enfermedad de Parkinson. Corrían entonces rumores de que estaba enfermo de gravedad, pero el púgil siempre se levantaba de la esquina para desmentirlos: “No crean lo que dicen. Estoy teniendo un gran día de hoy”, escribió Alí en su cuenta de Twitter poco antes de su fallecimiento, poniendo fotos suyas en una escuela de Louisville, su lugar de nacimiento. El portavoz de la familia Ali, Bob Gunnell, dijo al diario Louisville Courier-Journal que el exboxeador se encontraba bien: “Su forma de hablar es más baja en el tono y va disminuyendo según avanza el día. No habla tan bien como lo hace por la mañana. Pero Muhammad es una persona fuerte para su edad y a pesar de la enfermedad que tiene”. Además de su genialidad boxística, Ali también se convirtió en un símbolo mundial de la grandeza más allá del deporte: un luchador por los derechos civiles y la justicia social, con un legado humanitario. En 1990 visitó Irak y negoció la liberación de 14 rehenes estadounidenses en manos de Sadam Husein. En 2005 recibió la Medalla Presidencial de la Libertad, el más alto honor civil de Estados Unidos. También en 2005 abrió sus puertas el Muhammad Ali Center en Louisville como museo en homenaje a su carrera y una base para sus esfuerzos de caridad social. “Una persona puede cambiar el mundo. Muhammad Ali es un ejemplo vivo de ello”, dijo el presidente del Centro Ali, Don Lassere. Hasta Foreman, quien tardó 20 años en recuperar la corona que le arrebató en aquella mítica pelea, lo reconocía: “Muhammad Ali ha sido siempre más grande que el boxeo”, escribió Foreman en su sitio web, y añadió: “Yo digo que Ali fue el hombre más grande, porque nunca ha habido un hombre tan joven y tan bueno en lo que hacía, e hizo mucho. En un día en que los actores, deportistas, políticos y líderes mundiales estaban tratando de vender refrescos, Ali tomó una posición. Yo digo que el boxeo es demasiado pequeño para Muhammad Ali. Él cambió el mundo. Ningún otro boxeador podía hacer eso”. Sin embargo, hace unos años, Foreman publicó God In My Corner (Dios en mi esquina), un libro de memorias escrito junto con Ken Abraham, en el que revela que su entrenador le dio “agua con sabor a medicina” minutos antes del legendario combate de hace medio siglo en Kinshasa, en una noche lluviosa de calor tropical y el exotismo del lugar como escenario. Foreman defendía su cinturón de campeón mundial, arrebatado contra todo pronóstico a Joe Frazier, pero no pudo con el estilo de Alí. El nuevo campeón aguantó todos los ataques de su rival con una cátedra de boxeo hasta tumbarlo, poniendo fin así a un récord de 40 victorias y ninguna derrota, en medio de los gritos de sesenta mil espectadores que no cejaban en su grito de “¡Ali, bombayé!” (Ali, mátalo). Ali se coronaba como el más grande de todos los tiempos. El combate fue llevado a Kinshasa por un joven promotor y ex convicto llamado Don King y convenido con Mobutu Sese Seko, presidente de Zaire, quien pagó cinco millones de dólares a cada púgil. El pago ya había sido convenido por King con los dos boxeadores, pero lo que no tenía eran los 10 millones de dólares. Entonces se fue a Africa a conseguir un patrocinador y consiguió mucho más que eso: el dictador Sese Seko compró el evento para su país y le salió barato. Y así lo observó el propio Ali: “Los países van a la guerra para que su nombre aparezca en el mapa y la guerra cuesta mucho más que 10 millones”. La pelea estaba pactada para el 25 de septiembre de 1974 pero se postergó seis semanas por un percance físico de Foreman, un corte a la altura del ojo derecho en un entrenamiento con su sparring, tiempo en el cual Sese Seko prohibió que los boxeadores y la prensa se fueran hasta que se diera el combate. Para los africanos fue un momento de gloria y Ali usó ese tiempo para ser elevado a símbolo de la raza negra y ser coronado Rey de África. Nadie creía que Alí fuera a ganar. Su mismo médico tenía un avión ambulancia apostado en el aeropuerto dispuesto para dirigirse a Madrid en caso de alguna lesión severa. En la conferencia de prensa los periodistas blancos le decían que Foreman lo iba a lastimar. Ali inteligentemente les contestó: “Ustedes piensan que George Foreman es muy malo. Pero no se preocupen muchachos, los blancos se asustan mucho más con los negros que los negros con los negros”. Alí disfrutó esas semanas, mientras Foreman se sentía un miserable desde el día que arribó a Zaire por la guerra sicológica de que era víctima.
El rugido de la selva

Llegó el 30 de octubre. Las crónicas cuentan que Ali aguantó refugiado en las cuerdas la lluvia de golpes a la que le sometió el campeón. Ese boxeo ágil, inteligente y de bailarín (“Vuela como una mariposa, pica como una abeja”) no aparecía por ningún lado. Pero no era así. Ali esperaba su momento. No paraba de hablar y descentrar a su rival, y aguardaba que se le acabara la energía. Y su momento llegó en el octavo asalto: una combinación con la derecha acabó con el campeón. Dos películas recuerdan este histórico combate: Cuando éramos reyes, documental de 1996 dirigido por Leon Gast y que obtuvo el Oscar de ese año, y Ali (2001), dirigida por Michael Mann, presentaba a modo biográfico la vida de Cassius Clay desde su pelea del 25 de febrero de 1964 con Sonny Liston y hasta la victoria sobre Foreman. Sin embargo, Ali nunca abandonó el trono de ídolo allá a donde iba. Foreman cuenta con 75 años y se ha convertido en un ministro ordenado que maneja un centro de ayuda juvenil y es la imagen de una marca de grill (George Foreman Grills). Sigue retando al tiempo y quiere volver a subirse a un encordado para demostrar que la edad no es lo que importa (Hace 30 años, usando el mismo pantalón color rojo con el que había perdido contra Ali dos décadas atrás, Foreman noqueó a Michael Moorer para ganar la corona de peso pesado a los 45 años, siendo el campeón más viejo de boxeo de esa categoría). Así lo declaró en ocasión de la presentación de su libro autobiográfico God In My Corner, en el que asegura que fue drogado para enfrentar a Ali en la pelea histórica y explica que antes que de que comenzara el combate, su preparador le dio a beber agua con sabor a medicina: “De hecho escupí la mayor parte… estoy seguro de que tenía alguna medicina y subí al ring con ese sabor en mi boca”. El ex campeón sostiene que después del tercer round ya comenzó a sentirse cansado, como si hubiese boxeado los 15 a los que estaba pactada la pelea: “Me preguntaba a mí mismo que era lo que estaba pasando conmigo y también pensé si alguien había puesto alguna droga en mi agua”. El recinto de la pelea se llamaba Estadio 20 de Mayo, en referencia al día del año 1967 en el que se creó el partido único de Mobutu, el Movimiento Popular de la Revolución. Ahora se llama Tata Raphael y cada día, decenas de boxeadores amateurs se entrenan ahí. Tras la jornada laboral o escolar, hombres, mujeres y niños se citan en ese lugar para repetir ganchos, simular combates, a menudo con el estómago vacío, sin guantes y con uniformes de boxeo improvisados. El encargado de la seguridad del recinto, Abdelaziz Saliboko Serry, les observa con el corazón encogido. Como muchos congoleños, él se convirtió en fan del boxeo el día del combate entre Ali y Foreman: “Yo era un buen boxeador, pero mi padre me obligó a estudiar. Aún tengo ganas de boxear, pero en la cincuentena ya no puedo. Es una pena: podría haber hecho brillar mi nombre como Muhammad Ali”. Y es que Ali se ganó el corazón de todos los africanos aquel famoso miércoles 30 de octubre de hace medio siglo: “Ali era de los nuestros. Le consideramos un zaireño que vive en América. A Foreman no le gustaba el contacto con la población negroide. No amaba a esta población y esa fue la clave de su fracaso”, asegura Saliboko Serry a AFP. Actualmente árbitro nacional de competiciones amateurs y entonces un niño, Guy Lioki, de 50 años, se cruzó dos veces con Foreman antes de la pelea: “Foreman era demasiado caprichoso: aunque era negro como nosotros, se relacionaba con grandes personalidades y se interesaba demasiado por las mujeres”, explica con desdén. Todo lo contrario que Ali, si se creen las palabras de Judex Tshibanda, que veía al campeón con ojos de niño maravillado: “Venía a boxear con los niños, tratábamos de golpearle. ¡Le pegué una vez en el estómago!”, dice orgulloso este hombre de 62 años, que tras aquel episodio se convirtió en boxeador y que actualmente entrena a jóvenes aspirantes a púgiles. Y es que más que el aspecto deportivo, fue también todo el simbolismo lo que llevó a esta pelea a formar parte de la historia, en un contexto de reivindicación del panafricanismo. Lastrado por una enorme carga política, la pelea se convirtió en una formidable operación de comunicación para el dictador Mobutu Sese Seko: “Un regalo del presidente Mobutu al pueblo zaireño y un honor para el hombre negro”, proclamaban orgullosamente los carteles del combate, bautizado El rugido de la selva.

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