Obligaciones de la nueva Suprema Corte de Justicia

Corolario.

Raúl Contreras Bustamante

La semana pasada tuvo verificativo —en Guadalajara— el Encuentro Iberoamericano de Derecho Procesal Constitucional, que reunió a 156 ponentes de 13 países, organizado de manera principal por el exjuez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Eduardo Ferrer Mac-Gregor.

Entre la amplia temática del Congreso surgió como tema recurrente la reciente reforma judicial, que fue materia de análisis científico y críticas fundadas con base en que se considera que fue una reforma mal concebida, implementada mediante un proceso con muchos defectos, manchada por el uso de los “acordeones”, con una participación ciudadana exigua, y validada mediante resoluciones muy cuestionables de parte de los órganos electorales.

Los académicos extranjeros sugirieron a sus pares mexicanos superar las etapas de negación y de duelo, y pasar al periodo de aceptación, pues la reforma ya es una realidad legal y constitucional.

Pero ello no quiere decir que el funcionamiento futuro del nuevo Poder Judicial de la Federación debe ser aceptado como producto de un determinismo inexorable, sino que requiere de una vigilancia ciudadana exigente y una actividad académica muy crítica.

Como producto de la reflexión, son por lo menos cuatro cosas que se le tienen que exigir la nueva Suprema Corte de Justicia en su actuación:

Primero, que cumpla y preserve de manera escrupulosa la división de Poderes. El hecho de que se pretenda otorgarle legitimidad con base en su origen electoral no debe ser pretexto para que deje de ser un contrapeso firme e independiente cuando se presenten excesos en el actuar de las mayorías representativas de los otros dos Poderes.

Segundo, que sea un garante inflexible de la defensa y protección de los derechos humanos. Este concepto filosófico se creó para defender a las personas, no de los venusinos o los marcianos, sino de los humanos con poder político. Es decir, proteger a los ciudadanos de los excesos y abusos de todas las autoridades, de cualquier nivel.

Tercero, la defensa de la Constitución. El constitucionalismo es una corriente filosófica de aceptación universal, porque implica someter a los detentadores del poder al imperio del derecho, y no por el contrario, que vaya a permitir que el poder político someta al derecho.

Cuarto, el respeto a la convencionalidad. México ha ingresado y ratificado de manera soberana ser parte integrante de la comunidad internacional, así como a aceptar como vinculantes las obligaciones y resoluciones derivadas de los tratados y de las sentencias de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos. Así lo establece el artículo 1º de nuestra Carta Magna y, por ende, la Suprema Corte tiene la obligación de tutelarlo.

Se dijo también en el Congreso Iberoamericano que: “La Constitución no es el piloto automático de la democracia”. Es decir, la nueva Suprema Corte no sólo deberá velar por la guarda y respeto de la vigencia de la Constitución, sino también de los valores democráticos que nos hemos dado como nación independiente.

La relación dialéctica entre la política y el derecho ha dejado un parteaguas muy importante, y el pasado 1º de septiembre finalizó la Undécima Época de la Jurisprudencia de la Suprema Corte, como resultado de esta reforma constitucional tan radical y trascendente para la vida de nuestra República.

La academia no puede darle un cheque en blanco a los nuevos integrantes de la Corte, sino mantenerse como un vigilante crítico de su actuar. Porque ésa es su verdadera esencia.

Como Corolario, la frase de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: “Una sociedad en la que no hay garantía de los derechos ni separación de Poderes, no tiene Constitución”.


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