Corolario.
Raúl Contreras Bustamante
Decía un querido maestro universitario que una buena definición de corrupción era “la apropiación de los bienes públicos para beneficio privado”. Y que éste es un problema social que heredamos desde los tiempos del Virreinato, cuando los cargos públicos en las Colonias se vendían a personas sin tener los conocimientos necesarios ni experiencia administrativa, además de ser ignorantes de la realidad social en donde iban a desempeñarse.
Así, quien había gastado una importante cantidad de dinero para obtener el cargo, su prioridad era recuperar la inversión, generar riqueza y en último lugar, prestar el servicio público.
Se dice que hay corrupción endémica o sistémica cuando se está frente a un fenómeno generalizado y arraigado dentro de una estructura social por la falta de observancia de las reglas jurídicas, incluso llega a convertirse en un aspecto de carácter cultural.
La corrupción afecta las credenciales éticas de un gobierno, puesto que merma su legitimidad, credibilidad y confianza social.
Desde hace décadas, el combate a la corrupción es motivo de promesas electorales y propuestas de gobierno. Desde la llamada Renovación Moral de la Sociedad enarbolada por Miguel de la Madrid, en 1982, se modificó el Título Cuarto de la Constitución para fortalecer el capítulo de responsabilidades de los servidores públicos.
A partir de 1999, la Constitución estableció a una entidad superior de fiscalización de los ingresos y egresos del presupuesto, a través de la revisión de la Cuenta Pública, para vigilar el buen uso del erario y que haya sido ejercido conforme a los montos y destino programados.
Hace unos días, la Auditoria Superior de la Federación hizo llegar a la Cámara de Diputados la segunda entrega de informes individuales de la Cuenta Pública 2024, que determinó un monto por más de 5,100 millones de pesos pendiente de aclarar: 11% por parte de entes federales y 89% a entidades federativas.
Los rubros con mayores inconsistencias son los de salud, infraestructura física y gasto en zonas marginadas.
Este ejercicio de fiscalización —junto con otros mecanismos como la transparencia y la rendición de cuentas— son eslabones de la vida democrática y herramientas para materializar el derecho humano a la buena administración.
A pesar de que desde 2015 se instituyó en el artículo 113 de la Constitución al Sistema Nacional Anticorrupción, como la instancia de coordinación entre autoridades de todos los órdenes de gobierno para prevenir, detectar y sancionar responsabilidades administrativas y hechos de corrupción; ha sido letra muerta y ha carecido de voluntad política para hacerlo funcionar.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía registró en su Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental 2023, que 83.1% de las personas consideran que los actos de corrupción son frecuentes o muy frecuentes en su entidad federativa. Asimismo, se estimó que los costos de incurrir en actos de corrupción se estiman en 11,910 millones de pesos, lo equivalente a 3,368 pesos promedio por persona.
Es una obligación del Estado de garantizar un gobierno honesto, abierto, transparente y que haga prevalecer al interés público y combata la corrupción. No basta con hacerlo de manera discursiva; se requiere de un compromiso para enfrentar este fenómeno que corroe la gobernabilidad democrática.
La corrupción y la inseguridad pública son dos de los problemas principales que heredó el presente gobierno y que, sin duda, serán de la mayor exigencia de la ciudadanía.
Como Corolario, las palabras del gran jurista ecuatoriano Rodrigo Borja: “A veces los regímenes políticos se pueden llegar a convertir en cleptocracias”.
Descubre más desde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

