XXXI Domingo Ordinario. Ciclo C
Pbro. José Manuel Suazo Reyes
Los días 01 y 02 de noviembre celebramos en la Iglesia Católica dos grandes festividades. El día primero de noviembre celebramos la solemnidad de TODOS LOS SANTOS y el día 2 de noviembre recordamos a todos los fieles difuntos. Son días de oración, de reflexión y de meditación sobre dos aspectos de la vida cristiana: el primero es el tema de la santidad, el segundo es el misterio de la muerte.
Luego de la festividad de Todos los Santos celebrada el día 1 de noviembre, la Iglesia recuerda el día 2 a todos los difuntos. La comunidad cristiana llama a este día, simplemente como Día de muertos. La Iglesia hace oración por los difuntos porque delante de Dios, ellos están vivos. Como dice el mismo evangelio Dios es un Dios de vivos, no de muertos (Cfr Lc 20, 38). Por esta razón el lugar donde se sepulta a los difuntos se llama campo santo o cementerio. La palabra cementerio significa “dormitorio”. El cementerio es el lugar donde se duerme esperando despertar en la resurrección.
La conmemoración de los difuntos es un día en que recordamos a aquellos que físicamente ya no están entre nosotros porque ya han muerto. La oración que hacemos por ellos, como también nos enseña la Sagrada Escritura, es para suplicar la misericordia divina por ellos; para que Dios perdone todas sus culpas y los pecados que en vida no hayan podido reconciliar Cfr 2 Mac 12, 45.
Humanamente hablando la llegada de la muerte pasa por la experiencia amarga del dolor, del llanto, del luto, de la tristeza, de la sensación de la oscuridad, sin embargo en medio del túnel de esa experiencia, la fe nos permite contemplar la luz de la Gloria divina manifestada en la resurrección de Cristo. Pues para los que creemos en él, la muerte es un paso obligado para encontrarnos con Dios. Pues nada escapa a los designios divinos, como dice la Sagrada Escritura, “en la vida y en la muerte somos del Señor” ( Rom 14, 8). “Nada nos separará del amor de Dios, ni siquiera la muerte” (Rom 8, 39). Además, vista desde la fe, la muerte es otra manera de participar de la pasión de Cristo. Cristo, siendo Hijo de Dios, experimentó la muerte, por lo tanto cuando morimos, participamos de su misma muerte, porque esperamos también participar de su resurrección. Sacramentalmente esto es lo que sucede cuando recibimos el bautismo: «Por el bautismo, fuimos sepultados junto con Cristo para compartir su muerte,… pero también participaremos de su resurrección» (Rom 6, 4-5)
Una vez que se terminan los días de nuestra morada terrena, se nos entrega una morada eterna; de esta manera, al momento de la muerte se nos abre la puerta para la vida definitiva. Lo maravilloso que nos enseña la fe, es que en esa puerta nos espera Dios con los brazos abiertos para introducirnos en la patria eterna donde ya no habrá llanto, ni luto, ni dolor. Cristo ha prometido en el evangelio que él se ha ido a su Padre para prepararnos un lugar junto a él, porque en la casa del Padre existen muchas habitaciones (Jn 14, 2). Debemos recordar además que a la hora de la muerte, no sólo nos espera Dios sino también nos espera la santísima Virgen María y todos los santos que son nuestros intercesores en el cielo.
En este día de muertos, recordamos a todos nuestros difuntos, de manera especial a todas las víctimas de la violencia presente en nuestro País. La sombra de la muerte ha hecho estragos en las familias mexicanas, ha traído luto y dolor en los hogares, ha sembrado desconfianza en las personas y en las instituciones. La violencia ha cobrado muchas víctimas y no podemos acostumbrarnos a ello.
A la luz de la Palabra de Dios y de la fe cristina, en este día en que recordamos a nuestros difuntos, celebramos la victoria de la Vida. Cristo ha resucitado, la muerte ya fue vencida por él y la luz de la resurrección debe ser la luz que guie nuestras vidas, debe transformar las lágrimas en gozo y acabar con el odio y la violencia; con los deseos de venganza y con todos los signos de muerte que merodean nuestro País.
Junto con toda la Iglesia ofrecemos nuestras oraciones por todos los difuntos; pedimos para que Dios tenga misericordia de ellos y los lleve a gozar del cielo; estas oraciones nos recuerdan además que un día también nosotros hemos de morir y necesitaremos también que otros oren por nosotros. Por eso, con toda la Iglesia decimos, “Que las almas de nuestros fieles difuntos, por la misericordia de Dios manifestada en la pasión y muerte de Cristo, descansen en paz.
Descubre más desde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

