Juan Carlos Sánchez Magallán
Vivimos en una época en la que el consumo dejó de ser una respuesta a la necesidad para transformarse en una forma identitaria. Las redes sociales ya no sólo venden productos: venden la ilusión de pertenencia. Cada anuncio, cada influencer, cada video cuidadosamente editado apela al mismo deseo humano de reconocimiento. En este escenario, el acto de comprar se convierte en un gesto simbólico: “compro, luego existo”. Así, millones de personas giran diariamente en una rueda que mezcla deseo, frustración y ansiedad.
El auge del comercio electrónico es un reflejo de esa dinámica. Se calcula que más de 2, 770 millones de personas compran en línea y que sólo Amazon concentra 310 millones de usuarios activos en más de 100 países. Sin embargo, detrás de cada clic hay una historia que poco se cuenta: la de los productos desechados, la de las fábricas saturadas, la de las montañas de residuos que dejan las devoluciones y los embalajes, sucede que las grandes firmas prefieren destruir mercancía nueva antes que permitir que llegue a manos de quienes no pueden pagarla a precio de lujo. No se trata de logística, sino de prestigio: el valor simbólico de una marca supera al valor real de lo que produce.
Esta práctica, extendida también en la industria de la moda y la tecnología, se suma a un problema ambiental mayúsculo. Cada año se generan más de 62 millones de toneladas de residuos electrónicos y 400 millones de toneladas de plásticos en el planeta. De esa cantidad, sólo una mínima parte se recicla. El resto termina en vertederos, incinerado o flotando en los océanos. Se estima que cada día se desechan 13 millones de teléfonos celulares, la mayoría aún funcionales. La llamada obsolescencia programada ha convertido la reparación en un gesto obsoleto y la compra en un acto automático. Es más cómodo y barato reemplazar que reparar.
El costo no es sólo ambiental. El consumo desmedido produce un impacto emocional profundo. Las redes sociales, con sus algoritmos de segmentación, han perfeccionado el arte de la manipulación emocional. Nos muestran lo que deseamos antes de saberlo nosotros mismos, y nos hacen creer que tener cierto producto es sinónimo de éxito o felicidad. La consecuencia es una sociedad cada vez más estresada, endeudada y atrapada en la lógica del “mejorar mi status” a través de objetos.
La publicidad ya no vende beneficios concretos, sino estilos de vida. Y cuando esos estilos se vuelven inalcanzables, el resultado es frustración. De ahí surgen la ansiedad y la depresión asociadas al consumo digital. Nos sentimos inadecuados, fuera del molde, carentes de algo que en realidad nunca existió. Todo ello se agrava cuando las redes amplifican discursos falsos o violentos: fake news, deep fakes, contenidos sexualizados y ciberacoso que trivializan la dignidad humana. Las mismas plataformas que pueden educar o conectar a millones se usan para manipular, controlar o condicionar emociones.
Las grandes corporaciones saben que la conexión emocional vende más que la utilidad práctica, no basta con fabricar un producto: hay que construir un relato. Así, el vino se asocia a momentos de sofisticación, la ropa a la autoestima, los juguetes a la felicidad familiar. Todo se convierte en símbolo, todo se mide en clics, y todo —finalmente— se desecha.
Detrás del brillo publicitario hay un modelo económico que promueve el desperdicio como motor de crecimiento. Un modelo donde destruir mercancía puede resultar más rentable que donarla, donde producir más genera más ganancia, aunque implique agotar recursos naturales, y donde el reciclaje se convierte en una estrategia de imagen antes que en una verdadera responsabilidad ambiental.
El reto que enfrentamos como sociedad es ético y cultural. No se trata de renunciar al progreso tecnológico ni a la comodidad que brinda el comercio digital, sino de recuperar el sentido de lo necesario y preguntarnos si realmente necesitamos lo que compramos
En un mundo saturado de estímulos, debemos saber elegir lo mejor, ¿o no, estimado lector?
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