El devenir del café en Coatepec, de Avelino Hernández*

Luis Gastélum Leyva

Abrir puertas es una de las aficiones de todos los niños, como si detrás existiera un mundo desconocido, benévolo o siniestro, al que hubiera que salvar o combatir, según el encargo de la humanidad. Un buen día, muchos años después, nos acordamos con nostalgia de esas puertas míticas que ahora, sin cuestionarnos si debimos o no abrirlas con los bríos del inicio de nuestra vida, son sólo recuerdos, buenos o malos, pero instalados en la raíz de nuestra memoria, vigilantes, dispuestos a ser traídos de vuelta para recuperar nuestra infancia cuando nos haga falta. “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, dice Gabriel García Márquez en sus memorias. Y con esa misma llave del Premio Nobel de Literatura es que Avelino Hernández nos abre la puerta de ese mundo mágico que brota del café, de un cafetal, de una cereza de café, de un grano verde antes de ser tostado, de una taza humeante de café: “Mi abuela me sirvió café en un jarrito de barro –narra Avelino en El café y su devenir en Coatepec–. No recuerdo si tenía azúcar. Lo sentí muy fuerte. Mis papilas brincaron de gusto al sentir el brebaje amargo pero dulce. La abuela no dejaba de mirarme. Me preguntó si estaba rico mi café. ‘Está bueno, abuela’, le respondí. Bebí el último sorbo y le pedí más. Y es que hasta ese momento no conocía el sabor del café”. Avelino, de tan solo siete años, sentado en una silla de palma al lado del molendero, con las piernas colgantes y que mecía hacia adelante y hacia atrás, embelesado por la destreza de su abuela para echar tortillas en el brasero, estaba asistiendo al descubrimiento del café. Sin saberlo, el niño Alvino estaba sembrando la semilla que lo convertiría en el biógrafo literario del oro verde y el maestro detrás de cada taza de café preparada con la experiencia sensorial de quien lleva tatuados en la conciencia adeneana su aroma y su sabor. Aunque no existe ni habrá una visión definitiva del café, Avelino Hernández fabula en su libro El café y su devenir en Coatepec sobre el hilo fascinante que imagina un niño que creció entre las matas de los cafetales de Coatepec, tierra bendecidas por los dioses y a la que un lejano día le concedieron la apreciada y valiosa esencia de la semilla de café. Esa es su fábula. Con un lenguaje natural de prosa poética, el autor nos alumbra con la imaginación luminosa de él niño y nos platica de sus vivencias en casa de su abuela Pastora, y además nos conduce por las aguas de los ríos de la región a través de una barca donde los dioses transportaban su ofrenda para estas tierras benditas con olor a río y a madera húmeda: la semilla del café, la que años después germinó en Avelino como un reconocido catador de la bebida aromática y luego como un difusor de la cultura de tomar café. Este compromiso lo llevó a crear un establecimiento de café, El café de Avelino, que en sus más de dos décadas se ha convertido en un centro de reunión de bebedores de café y contadores de historias, vívidas y literarias, que, como narra Nicolás Alvarado en el anterior libro de Avelino, Frutos encendidos, induce a la buena plática y a la buena reflexión, y redunda en que la conversación se desgrane en ideas y aromas, en sabores y emociones. En literatura, pues. Y es que el café siempre ha estado unido a la creatividad literaria. Los escritores lo han definido como un catalizador creativo, combustible para la imaginación, compañero inseparable en el proceso de la escritura y fuente de inspiración. “El café nos vuelve severos, serios y filosóficos”, decía Jonathan Swift. Goethe decía deberle al café todo su vigor y su pasión: “Débote –señalaba el autor de Fausto—inclinación, culto y locura”. Una buena taza de su negro licor bien preparado, comentaba el gran poeta nicaragüense Rubén Darío, “contiene tantos poemas como una botella de tinta”. Para Marcel Proust, si no fuera por el café, “uno no podría escribir, no podría vivir”, decía el autor de la obra más larga del mundo, En busca del tiempo perdido, compuesta por siete partes de tres mil 31 páginas y que le llevó más de cinco mil noches escribirla. Honoré de Balzac, en un fragmento de su Tratado de los estimulantes modernos, citado por Alvarado en el prólogo de la obra anterior de Avelino, hace una descripción más bien desmesurada de los efectos del café sobre su persona: “De súbito, todo se agita: las ideas se precipitan como batallones de un gran ejército sobre el campo de batalla, y la batalla tiene lugar. Los recuerdos arriban a la carga, los estandartes desplegados; la caballería ligera de las comparaciones se desarrolla a un magnífico galope; la artillería de la lógica acude con su tren y sus saquetes; los rasgos de ingenio llegan como tiradores; las figuras se yerguen; el papel se cubre de tinta, porque la velada comienza y termina en torrentes de agua negra, como la batalla en negra pólvora”. Y yo, luego de un café de Avelino, imagino por las noches, cuando el cierra el espacio todavía impregnado de ecos de voces y temas y aromas, cómo cobran vida los cientos de personajes inmortalizados en los cientos de muñecos que resguardan el café también museo de Avelino, apostados todos delante de los cientos de libros, y los diálogos que se desatan entre ellos, sobre los viajes a los que obliga un sorbo de café y que su deber de fantasmas les pide que llegada la oscuridad después de cerrada la puerta, hacerse móviles y ponerse activos para redundar en los temas que dejaron pendientes los humanos bebedores de café que transitaron por ahí durante la tarde noche, como arreglar el mundo o de los sentidos, que son los que guían a los poetas y los artistas, y que por eso viven en una cafetería, para oler un aroma que recuerda a una cabaña en medio de la naturaleza o un aroma que rememora al humo de madera en una chimenea, o un aroma que recuerda a rosas recién recogidas o lilas o peonías, y detallar que la sutileza de la experiencia es lo que los artistas han sido llamados a hacer, y hablar de poesía, porque el poema es meditativo y sereno y les pide que reduzcan la velocidad, que se queden quietos, que se vayan callando y a ocupar su lugar de guardas porque ya casi amanece y ya casi vuelve el ritual diario de tarde noche, y aquí, El Café de Avelino, es un terreno abierto que da la bienvenida a los bebedores de café y sus ideas. Y, por supuesto, a la imaginación. De esto y más se vive y habla en aquí, en las tardes noches de sol y lluvia, además de aprender cómo se siembra y se cosecha el grano, cómo se tuesta y se muele, cómo se prepara y cómo se bebe, y disfrutar el interés por lo íntimo que despierta la entrañable compañía en cada oportunidad de encontrarnos de nuevo y que a la vuelta del tiempo se vuelve un rito para el enaltecimiento de las ideas. Porque como escribe Avelino en su fábula El café y su devenir en Coatepec: “Muchas lunas atrás, el Universo, a los que aquí habitamos, nos brindó este gran regalo…”.

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*Texto leído en el Colegio de Veracruz (Xalapa) durante la presentación del libro EL devenir del café en Coatepec, de Avelino Hernández, y en el que participaron el autor además de la poeta Olivia Guarneros y Orvil Paz como moderador.


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