Corolario.
Raúl Contreras Bustamante
En este mismo espacio hemos sostenido que a lo largo de la historia, la educación había sido un privilegio exclusivo de las élites: para la monarquía, la aristocracia y el clero.
Fue hasta el siglo XX, en que a partir de que se le consideró como un derecho social en la Constitución Mexicana de 1917, el Estado recibió el mandato de impartirla de manera obligatoria, universal, laica y gratuita. Y gracias a ello, las personas de escasos recursos —y las mujeres— pudieron acceder al conocimiento de manera integral.
Con el paso del tiempo, las organizaciones internacionales especializadas clasificaron a la educación un pleno derecho humano exigible y justiciable. Se trata de un derecho llave que permite a las personas poder conocer, entender, ejercer y defender a todos los demás derechos.
En la actualidad, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos considera a la educación como el factor más importante para medir el crecimiento de las naciones, puesto que aquellas que tienen los mejores sistemas educativos, al mismo tiempo son las más prósperas y desarrolladas.
A través de una reforma publicada el 15 de mayo de 2019, se elevó a nivel constitucional —en el artículo 3º— la obligatoriedad del Estado de garantizar la impartición de la educación superior; lo cual se consideró como una medida ejemplar en el ámbito internacional.
Sin embargo, las políticas públicas implementadas y el presupuesto asignado a tales objetivos han estado lejos de convertir en una realidad lo dispuesto en la norma constitucional.
La propia OCDE indicó en su último reporte en materia educativa, que el gasto público anual en México por estudiante de educación superior asciende a 4,430 dólares; en comparación con el promedio de la organización, que es de 15,102 dólares.
Las cifras indican que en nuestro país, a partir de 2015, los presupuestos destinados a la educación superior han tenido una tendencia decreciente. El monto destinado para educación superior aprobado por la Cámara de Diputados en el Presupuesto de Egresos de la Federación para 2026 es inferior en 29.3% al monto ejercido en 2018 y 38% menor al ejercido en 2015.
La Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior reportó que durante el ciclo escolar 2024–2025, existían 5,519,791 personas inscritas en educación superior. Algunos académicos señalan que sólo 45% de los jóvenes en México van a alguna universidad, lo que vislumbra que la cobertura implica uno de los retos más importantes para el gobierno.
En los últimos años se han creado algunas instituciones de educación superior como: la de la Ciudad de México, las Universidades para el Bienestar Benito Juárez, la Universidad Rosario Castellanos y la Universidad de la Salud, que se encuentran en la etapa de consolidación institucional y aún presentan dificultades estructurales, así como en la incorporación de profesorado de calidad.
Si bien es encomiable que se rompiera la tendencia que venía desde los años 80 del siglo pasado de no instituir más universidades públicas; lo cierto es que para su fundación se están destinando recursos financieros importantes; al mismo tiempo que se ha dejado de impulsar el desarrollo de las Universidades Autónomas de los Estados, así como a la UNAM, UAM y al Politécnico Nacional.
La inversión federal destinada para la educación superior ha sido una de las mayores omisiones políticas de los últimos siete años. El gobierno federal, encabezado por una universitaria, puede remediarlo.
Como Corolario, una frase inobjetable: “La educación ayuda a las personas a entender al mundo; la educación superior les permite cambiarlo”.
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