Columnas

El largo naufragio de Pita Amor

Luis Gastélum Leyva

Shakespeare me llamó genial / Lope de Vega, infinita / Calderón, bruja maldita / y Fray Luis la episcopal / Quevedo, grande inmortal / y Góngora la contrita / Sor Juana, monja inaudita / y Bécquer la mayoral / Rubén Darío, la hemorragia; / la hechicera de la magia / Machado, la alucinante / Villaurrutia, enajenante / García Lorca, la grandiosa / y yo me llamé la Diosa.

Pita Amor.

“Que todo morirá cuando yo muera, imposible pensar de otra manera”, decía Guadalupe Amor Schmidtlein, más conocida como Pita Amor.

Para Juan José Arreola era “un ciclón, un meteoro, un aguacero resplandeciente con rayos y centellas y todo. Parecía una aparición, un fenómeno, una fuerza de la naturaleza en figura de mujer”. Ella misma escribió en su poema Letanía de mis defectos: “Soy histérica, loca, desquiciada, pero a la eternidad ya sentenciada”. Y así confirmaba su rango legendario de personaje único, porque como alguna vez escribió Carlos Monsiváis: “Creía en la décima como forma poética, por su conducta imperiosa y jupiteriana y porque tenía la idea de que Minerva se podía transformar en un cacique”. Bellísima de joven, Pita Amor modeló para Diego Rivera y Roberto Montenegro y Juan Soriano. Fue motivo de elogio por parte de Alfonso Reyes (“Nada de comparaciones odiosas; aquí se trata de un caso mitológico”), Camus y Sartre y compañera de Pablo Neruda durante la época mexicana del poeta chileno, para quien era “como el canto del agua cristalina que corre, te nombro franca e inmemorial, dulcísima…”. Ya con la edad se cambió de mundo y se vistió, en todos sus sentidos, con el ropaje de lo estrafalario. La undécima musa –como la bautizó Salvador Novo en alusión a Sora Juana Inés de la Cruz, la decima musa– comentaba que había que tener agallas para salir a la calle vestida como ella lo hacía. Su actitud la semejaba a una mujer ebria, pero Pita ya no bebía: “Nosotros sabemos que en el Olimpo no se bebe alcohol, es para la servidumbre”, decía la diosa para sí misma, la poetisa incomprendida para algunos, la loca para otros. ¿Qué se considera más: inteligente o sensible?, le preguntó Waldemar Dante para la revista Vogue hace muchos años. A Pita le agradó la cuestión –“Quien me pregunta se arriesga a una respuesta”– y la elocuencia le hizo una rápida visita para después fugarse otra vez, sin dejar de dibujar, porque le había dicho al periodista chileno: “¿No le molesta si dibujo mientras conversamos? Vea usted mi bolso dorado, es dorado porque es mágico, aquí traigo mis cartones y mis lápices de colores…”. ¿Inteligente o sensible? “Mira –respondió–, yo soy una mujer que ha vivido muchas cosas, pero antes que vivir he sentido una terrible, inmensa y diabólica necesidad de hacer lo que hago como los dioses: escribir. O sea, que soy ahora lo que siempre fui, una mujer de letras, una artista, y para una artista el arte está sobre la inteligencia y la sensibilidad. ¡El arte está sobre todo!…

Mira, estoy dibujando un angelito, es un angelito bailando sobre un mundo que se está incendiando, baila sobre un mundo en llamas… ¿Y por qué baila si el mundo está quemándose?… ¡Justamente por eso! Porque todo se quema, el angelito baila… Sabe que de las cenizas todo renace, todo florece renovado, purificado… ¿Sus alitas serán rojas o azules? ¡No, serán amarillas! De un amarillo como el que vi un atardecer lejano… ¡Ay, si el mundo pudiera ver los colores que yo veo!… ¿Y luego qué más le pongo al angelito?… Ya sé, le pondré entre sus manos una gran rosa roja, roja igual que los labios, roja como el fuego que consume al mundo… Dibujo una rosa roja, la rosa de cualquier jardín y cualquier tarde, la rosa que resurge de la nada, la rosa de los persas y de Ariosto, la que nace por el arte de ser rosa… Mi angelito tendrá entre sus manos la rosa que siempre está sola, la rosa de las rosas, la ardiente y frágil rosa, dibujo la rosa ciega, la rosa inalcanzable, la rosa hueca…”. Luego volvía a su mundo, que no era éste ni era de nadie, sólo de ella, porque no podía estar sin pensar en algo y ese algo eran los límites, las fronteras, los diques, los muelles y la espera, la eterna espera de lo secreto y lo innombrable, que nunca llega ni acaba, ni con la edad ni con la muerte. Esperar es una virtud anterior al sueño, decía, “y digo que es una virtud porque el que sabe esperar sabe que triunfó. La espera es anterior al olvido, pero no anterior a la memoria, porque la memoria es una facultad diabólica. La memoria es la que no nos permite olvidar a nuestros grandes amores, la que nos roba el olvido, la que trae desesperación…”. Decía que no era tan vieja, nada más que tenía todos los años del siglo más una eternidad (murió un lunes de mayo a los 82 de hace 23 años), lo que le daba la experiencia de la locura y la poesía, que no es lo mismo pero es igual. “A mí –decía– me ha dado por escribir sonetos como a otros les dio por hacer sonatas, lo mismo que si fueran corcholatas, etiquetas, botones o boletos. A mí me ha dado por descubrir secretos. A mí me ha dado por volar veletas. A mí me ha dado por hacer etiquetas, botones o boletos. A mí me ha dado por recordar siluetas y medir bien la luz de los abetos. Yo sólo conozco de sonetos como otros conocen de sonatas”. Pita Amor era una mujer desesperada. Para ella, como el tiempo, el infinito, la eternidad y la muerte, la desesperación no tenía límites, simplemente aniquila, destruye, decía. Le deprimía hablar del tiempo y de que mientras éste transcurría nadie nos soñara, ni siquiera el Innombrable, como le llamaba a Dios. No se dejaba guiar por nadie ni nada: “Mis actos nadie los guía. Sólo yo misma. Por obra y gracia de mí misma. Me niego a creer que alguien guía mis actos. ¡No soy una marioneta!”. Sabía de pequeños secretos y una receta mágica para curar la melancolía, a la que definía como un sentimiento pálido que se estaciona en el alma como la niebla: Dos medidas de oro y una de cobre / dos medidas de hierba de boldo y una de púrpura de Tiro / la sangre de un maguey y la piel de tres manzanas más el corazón de una azucena. Esa era su receta. La preparación: Tritúrese el oro y el cobre hasta convertirlos en polvo tan fino como la harina, mezcle con el boldo y la sangre del maguey, agregar la púrpura, la flor y la fruta, tómese al mediodía todo mezclado con vino para quitar el mal, la melancolía, que es, decía, como una sensación de aislamiento, de aislamiento voluntario y que ahí está su peligro, porque el melancólico desea la resurrección de lo que murió. Por eso es una enfermedad maligna, pues hace perder el valioso tiempo y el tiempo no es oro, es vida. Por eso la melancolía es de gente que se va acabando poco a poco. Pita Amor definía a la vejez como una enfermedad, ¡la más cruel!, decía: “Yo creo que la vejez me ha ido desfigurando horriblemente. Cuando se llega a esta edad una siente un vago cansancio general y también se adquiere un sentimiento de desprecio… Yo desprecio antes que nada a este cuerpo que se me cansa, que no me sigue el paso, este cuerpo que no me deja seguir siendo Guadalupe Amor, a mí, ¡yo que soy la más joven del mundo! ¿Cómo pude haber llegado hasta ahora? ¿Cómo pude llegar a envejecer así? ¿Cómo, si soy infinita?… Este cuerpo se me va quebrando, se va quebrando irremediablemente, satánicamente, y aún así sigue siendo a mí a quien le ocurren las cosas, aún soy yo la que importa, la otra Guadalupe, esta reina vieja, esta reina de la nada, es la que camina por las calles de México, despacio, paulatinamente, porque ahora camino cada vez con más lentitud. De repente este cuerpo se detiene para mirar la puerta de una iglesia, pero no me deja entrar, sigue y prefiere demorarse comprando un vestido… De mí tengo noticias por el correo o veo mi nombre en un diccionario… La otra pinta su cara de colores y viste joyas y ama intensamente, esa es la otra tragedia, porque a esta edad aún se ama como a los quince años”. En su mundo, en ese en el que parece que los ferrocarriles jamás salen de los andenes, no estaba ausente el fatalismo y pensaba que a pesar de todo se resiste, todo se puede resistir, y cuando la vida se hace insoportable, nos despertamos y nos pegamos un tiro. En su pensamiento figuraba el suicidio como cura para todos sus males, pero no lo hizo, “a menos que sí me haya despachado –decía– y ahora estoy muerta, purgando mis culpas”. Era una renegada de la bondad: “Yo no soy buena. Todos mis actos de bondad provienen de mi entendimiento. No soy buena ni tengo porqué serlo. ¡Bastante hago con ser genial! Cuando veo a un grupo de mujeres vulgares, feas, comunes y corrientes, les digo: ‘Oigan, ustedes, ¿por qué no se suicidan?’. ‘¿Por qué?’, responden. Y yo les contesto: ‘¡Por estética, por estética!’ Me encanta desconcertar a la gente, para que tengan algo de qué hablar”. Tampoco creía en el alma, pero sí en los mimos, a los que frecuentaba en sus paseos por la Zona Rosa y les regalaba sus maquillajes: “Ellos entretienen a la gente, le dan paz. Por eso sólo los veo un momento y luego me aburren, porque yo no busco la paz. A mi edad lo que menos quiero es la paz. ¡No busco la paz ni la necesito!”.

Y es que Pita Amor, en su andar trastabillado, tanto llegó a refinar el tacto que veía claridad en la negrura y así lo dejó escrito en uno de sus poemas: Me fui por una avenida / de negras sombras sombrías, / fui diciendo letanías, / la Luna estaba en huída. / Mi sangre destituida. / Eran cien mis agonías / y cien mis melancolías. / Y era un naufragio mi vida. / Un mar azul imposible / por mi sangre insustituible / se quebraba en un oleaje / que era en mi cuerpo un ultraje. / Era el mar, el mar amargo / de mi naufragio tan largo…

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