Columnas

El derecho humano a la educación

Raúl Contreras Bustamante

 

A lo largo de la historia de la humanidad, la educación había sido un privilegio reservado de manera exclusiva para beneficio de las élites políticas: monarquía, aristocracia e iglesia; siempre con la finalidad de controlar y limitar su trasmisión, en favor de la formación de sus estructuras propias y de la preservación del poder.

Fue hasta la promulgación de nuestra Constitución de 1917 cuando se instituyó una nueva dimensión a la educación, concibiéndola como un derecho social consagrado en el artículo 3º constitucional, dotándola de las características de que debe ser laica y gratuita e imponiendo la obligación al Estado de impartirla.

Tan importante es el derecho a la educación, que comenzó a ser integrado en otras constituciones y acogido por las organizaciones internacionales. La Declaración Universal de Derechos Humanos, desde el año de 1948, le reconoció la condición de ser un derecho humano y fundamental, idea que ha sido recogida por otros importantes instrumentos internacionales.

Con base en el principio de la convencionalidad que ha sido aceptado por algunos Estados —como México, por ejemplo— que consiste en considerar que tienen el mismo nivel jerárquico las normas constitucionales nacionales y las que emanan de los Tratados Internacionales —debidamente suscritos y ratificados—, el derecho humano a la educación no debería tener discusión alguna.

Sin embargo, las naciones siguen viendo el derecho a la educación como uno más de los derechos económicos, sociales y culturales y otra de las aspiraciones futuras de la sociedad, como el trabajo, la seguridad social, la salud, la alimentación, el agua, la vivienda, un medio ambiente adecuado y la cultura.

Y el problema es que se deja a la educación depender de una condición de viabilidad y restringida por muchos aspectos económicos, políticos y culturales, así como sujeta a la capacidad y voluntad de los gobernantes de invertir recursos financieros suficientes para el cumplimiento de sus fines, olvidando que la educación no es un gasto gubernamental, sino una inversión estratégica para el desarrollo de cualquier sociedad. Esto viene a colación, al saber que de acuerdo con estudios publicados por el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM con motivo de la pandemia por el covid-19, de acuerdo con los certificados de defunción hasta el 27 de mayo, el 71% de las muertes en México correspondieron a personas que tenían una escolaridad de primaria o inferior.

A la luz de la evidencia, hoy sabemos que aquel que se capacita y eleva su nivel de educación y conocimiento, suele gozar de mejor salud. La educación y la salud van de la mano, en una conexión indisoluble. Lo mismo puede decirse de las diversas categorías de la libertad, seguridad jurídica, propiedad y demás clasificaciones de derechos y garantías.

Se tiene que lograr un consenso entre los especialistas del derecho constitucional para sacar el derecho humano a la educación de la larga fila de derechos que se han concebido en los últimos tiempos, para ubicarlo en un lugar primordial, de manera inmediata, después del derecho a la vida y a la libertad.

Porque la educación es un derecho habilitante e indispensable para poder conocer, comprender, ejercer y defender a todos los demás derechos inherentes a la persona que están concebidos y reconocidos por la Constitución y los tratados internacionales.

Como Corolario, la frase del gran filósofo universal, Miguel de Unamuno: “La libertad no es un estado, sino un proceso; sólo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe”.

(Tomado de Excélsior 18-07-2020)

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